La discusión legislativa en torno al proyecto de ley sobre protección de los neuroderechos (Boletín N.º 13.828-19) podría constituir un avance ético y jurídico relevante para el país. Sin embargo, un examen del articulado, a la luz de la normativa vigente, sugiere que su necesidad misma es discutible. Aun con las mejores intenciones, la propuesta arriesga generar una sobrerregulación contraproducente, duplicar marcos normativos ya existentes y, en consecuencia, desincentivar la innovación y el desarrollo tecnológico en un campo donde Chile podría aspirar a liderazgo.
El eventual aporte de esta ley se ve cuestionado por la evidente superposición con la Ley N.º 21.719 sobre Protección de Datos Personales. Esta norma, robusta y recientemente actualizada, ya establece un marco integral para la tutela de la información personal, fundada en principios de licitud, finalidad, proporcionalidad y seguridad. Dicho marco es plenamente aplicable a los denominados “datos neuronales”, lo que hace preguntarse si el nuevo proyecto aportaría algo sustantivo en este ámbito.
En efecto, los datos derivados de la actividad cerebral que permitan identificar a una persona se encuentran ya protegidos como “datos sensibles” por la Ley N.º 21.719. Esta categoría—que abarca datos relativos a la salud, biométricos y el perfil biológico―fue diseñada con la amplitud técnica suficiente para incluir información íntima y biológica como la de naturaleza neuronal. Crear una subcategoría específica no solo sería jurídicamente innecesario, sino que podría fragmentar un concepto legal que funciona hoy de manera unitaria y coherente, insinuando erróneamente una desprotección previa que nunca ha existido y que los tribunales de justicia ya se han pronunciado en dicho sentido.
Si se considerara mantener el proyecto, su foco debería reorientarse hacia un ámbito más acotado: la intervención tecnológica directa sobre el sistema nervioso central y el cerebro. El verdadero valor agregado estaría en regular aquellas neurotecnologías que, por su carácter invasivo, permitan registrar, alterar o modificar la actividad cerebral. Es en esta dimensión biomédica―y no en la puramente informacional―donde podría justificarse un nuevo marco normativo.
Bajo esta premisa, el sistema de registro ante el Instituto de Salud Pública debería, en caso de legislarse, limitarse exclusivamente a dispositivos de alto riesgo, evitando que la ley alcance a cualquier tecnología que alegue influir en el bienestar mental sin evidencia técnica suficiente. Del mismo modo, las prohibiciones relativas a la alteración de la voluntad o la explotación de vulnerabilidades tendrían que aplicarse únicamente a tecnologías con capacidad comprobada de actuar directamente sobre el funcionamiento cerebral. Sin esta delimitación, la norma correría el riesgo de convertirse en un instrumento ambiguo y de difícil aplicación.
Aún más debatible sería la instauración de un régimen de responsabilidad civil objetiva y solidaria para fabricantes y operadores de neurotecnologías. Ello implicaría romper con la lógica estructural del derecho de daños chileno, consagrada en el artículo 2314 del Código Civil, sin que exista evidencia empírica de que el régimen actual de responsabilidad por culpa resulte insuficiente. Antes que un cambio de tal magnitud, podrían explorarse alternativas intermedias, como presunciones de culpa en casos de incumplimiento de estándares técnicos o ausencia de consentimiento informado, reforzando así la protección de las víctimas sin desmantelar la arquitectura vigente.
Así, creemos que el proyecto de ley tendría sentido si lograra definir un objetivo claro y diferenciado respecto de la legislación ya existente. De lo contrario, corre el riesgo de ser un instrumento redundante, más declarativo que operativo, que complique la coherencia normativa y frene la innovación. Cualquier avance real en esta materia debería centrarse en una regulación técnica, precisa y proporcionada de las tecnologías que interactúan directamente con el sistema nervioso central y el cerebro, asegurando la protección de la integridad física y psíquica de las personas sin sacrificar ni la coherencia jurídica ni el potencial científico y tecnológico del país.
Raúl Arrieta Cortés es abogado especialista en derecho tecnológico, inteligencia artificial y protección de datos personales, y socio fundador de GA-Abogados.